Bigli busca a la parca en el fondo de cada vaso. Crítica a continuación.

Casi sin familia, amigos ni interés por el mundo fuera de su propia persona, Bigli (Luis Luque) se suicida lentamente en el fondo de cada botella que cae a su alcance. Hoy viudo, solo le queda la nostalgia por una juventud de rock and roll junto al gran amor de su vida, una relación que aparentemente recuerda más idealizada de lo que realmente fue.

Por más grosero y egoísta que pueda ser la mayor parte del tiempo, evidentemente hay algo en su carisma que lo vuelve querible, porque a pesar de todo hay gente a su alrededor que le tiene paciencia y hasta se preocupa por su bienestar. Ya sea en ese trabajo donde aparece cuando quiere y en estado lamentable, o en la amarra donde mantiene el barco que funciona como su vivienda, por lástima o cariño siempre hay alguien dispuesto a darle una mano o perdonarle sus defectos, que no son pocos.

Primera en esa lista se encuentra su sobrina (Laura Grandinetti), una adolescente que está terminando la secundaria y para quien sus padres tienen grandes planes de futuro con los que ella no está del todo de acuerdo. Siendo casi la única donde ese amor parece ser recíproco, Bigli no podrá negarse a ayudarla cuando ella acuda con un problema que no puede compartir con sus padres.

Bigli y los rockeros muertos

Como en la mayoría de las películas enfocadas en un personaje, la historia de Bigli es bastante chiquita y simple, sin un gran conflicto que resolver entre varios giros más que tratar de entender a este hombre roto en su accionar errático. 

Continuamente borracho, lo vemos brindar por cada rockero muerto que supo admirar, luego llevar su peor cara de aburrimiento en el trabajo, más tarde bailar exultante de alegría con el fantasma de su amor. Y con eso alcanza para ir construyendo pedazos de su pasado y de su personalidad sin que nadie necesite contarlo de forma explícita, porque lo que falta en palabras está puesto en imágenes.

Por todo esto es que la primera obra ficcional del director Nicolás Tacconi se sostiene principalmente sobre dos pilares: uno de ellos es el gran trabajo actoral de Luis Luque como su protagonista, afrontando la difícil tarea de interpretar a un alcohólico sin caer en sobreactuaciones. Bien balanceado y verosímil, al punto de arriesgarse a que no se entiendan varias de sus líneas balbuceadas, son pocos los momentos en que Bigli no transmite con expresividad lo que pretende por más que no esté diciendo nada coherente. El resto del elenco no tiene muchos momentos para lucirse, acompañan con bastante corrección desde la periferia aunque apenas tengan trazos gruesos de los personajes que encarnan.

La otra gran pata donde se apoya Bigli es en una interesante y cuidada propuesta visual y sonora. Su diseño de fotografía convierte a muchos de los planos en obras pictóricas que juegan con reflejos, transparencias y claroscuros, complementan la narración y nunca se sienten como simples caprichos estéticos para alardear de recursos. También es destacable en ese sentido el montaje un tanto errático que utiliza por momentos y la siempre acertada elección de la música, sin subrayar climas ni provocándolos.

En una película tan climática como Bigli esto no es para nada un detalle menor; es lo que en gran parte ayuda a pasar por alto algunos puntos flacos en una narración que se deshilacha un poco cuando se acerca al tercer acto, donde necesita resolver de alguna manera lo que está contando. Esos últimos minutos son el momento menos logrado de Bigli, desmejoran el recuerdo de una propuesta que arranca muy bien pero le cuesta mantenerse en el mismo nivel hasta el final.